11 Abr Rehabilitación
Fisioterapia. Una palabra. Cinco sílabas. Pronunciarla trae casi automáticamente a colación la palabra «dolor». Llega a la vida de las personas sin pedir permiso. Pero cuando aparece tienes que enfrentarla con valentía.
De lo contrario, perderás algo de ti.
En mi caso, la fisioterapia se ha hecho parte de mi vida en las
últimas semanas. Después de que el médico me dijo que tenía que operar mi mano, una de mis mayores preocupaciones fue llegar a las fisioterapias. Porque, lo confieso, no soy muy bueno en eso de soportar el dolor. Si lo quieres, soy un gallina. La fisioterapia no es algo que me inspire, pero debo asumirlo. Lo tengo que hacer si quiero recuperar por completo el movimiento de mi mano.
Uno de mis mayores temores el primer día de la fisioterapia fue encontrarme con una despiadada fisioterapeuta que disfrutara con el llanto de sus pobres pacientes. Gracias a Dios, me equivoqué. Ella es una persona muy dulce y alegre. Eso, como se imaginarán, hace que el proceso sea mucho más llevadero. Es un punto a favor.
Sin embargo, el trabajo por recuperar completamente el movimiento de la mano es doloroso. La dulzura de la fisioterapeuta no quita el dolor. Si quiero recuperarme, tengo que atravesar esta experiencia. Me encontraré con una palabra de apoyo de la persona que me ayuda, pero tendré que lidiar personalmente con no quedarme en mi espacio de comodidad. Porque lo más fácil sería quedarme así. No tendría que sufrir tanto.
Sería lo más fácil, pero en ninguna manera sería lo mejor.
Porque nunca me rehabilitaría.
Por lo general, cuando estoy en mi tiempo de fisioterapia hay otras personas haciendo sus ejercicios. Algunos quieren recuperar el movimiento de sus brazos, otros trabajan en su espalda, unos cuantos fortalecen sus tobillos. Es obvio que unos van más adelante que otros. Pero a nadie se le ocurriría juzgar el proceso de los demás. Yo no tengo el derecho de juzgar al que está re-aprendiendo a caminar sólo porque lo puedo hacer. Honestamente, me sentiría terriblemente mal si uno de mis compañeros me rebajara porque todavía no puedo mover bien mi mano y él sí.
En ese cuarto, de alguna manera, todos somos iguales. Claro, estamos en diferentes procesos, tenemos distintas necesidades, pero todos somos pacientes en rehabilitación. Somos necesitados, no jueces. Y esta perspectiva nos ayuda a ser compasivos con el proceso de los demás. Por eso no es extraño encontrarnos con unos cuantos rostros sonrientes cuando estamos haciendo los dolorosos ejercicios que nos competen. Nos entendemos los unos a los otros. No somos los mejores amigos. No sabemos el nombre de cada uno. Mucho menos estamos al tanto de los gustos o luchas personales de todos. Pero hemos creado un vínculo en el terreno de nuestra necesidad.
¿No es eso hermoso?
¿No sienten–como yo–que esta es una imagen que debería describir lo que llamamos «iglesia»?
Estos días en las trincheras de la fisioterapia me han hecho reflexionar al respecto.
En primer lugar, me llevó a repensar lo terriblemente contradictorio que es convertirnos en jueces de las otras personas. ¡No tenemos ese derecho! Todos somos pacientes. Todos somos necesitados. Todos estamos en rehabilitación. Quizás nos parece ridículo que unos luchen con asuntos tan básicos, pero esa actitud nos hace olvidar que también Dios está trabajando algo con nosotros. Y, peor aún, nos hace olvidarnos de la compasión.
Y cristianismo sin compasión no es cristianismo.
En segundo lugar, creo que hay una tendencia malsana en el medio religioso latinoamericano: nos encantan las cosas inmediatas y menospreciamos los procesos. Esa visión la hemos llevado también a los asuntos que se relacionan con la vida cristiana. De hecho, muchos tele-predicadores te hacen creer que toda tu vida va a cambiar en un momento si haces esto o aquello. ¡¿A quién no le gustaría algo así?! Si en vez de fisioterapia pudiera escoger una pastilla mágica, créanme que lo haría. Pero eso no serviría de mucho. Porque la rehabilitación toma tiempo; no es inmediata. El inmediatismo puede incluso hacer más daño que bien. En la vida ocurre exactamente lo mismo: llevar un proceso es más costoso, pero al largo plazo es mejor.
Hay milagros que toman tiempo…especialmente los del alma.
Por último, este proceso me ha hecho reflexionar sobre mi manera de ver a Dios con relación al sufrimiento en la vida cristiana. No me refiero aquí a el dolor inesperado–como un terremoto o la muerte de un amigo–, sino a ese dolor de caerse y levantarse a lo largo de la vida. Estoy hablando a esas personas que creen que han superado algo, pero en algún punto se dan cuenta que son vulnerables aún. Eso duele. No dar la talla duele. Seguir trabajando por parecernos más a Jesús en ocasiones, lamento decirlo, no es sólo sonrisas y aleluyas. También hay lágrimas. Hay dolor.
Para ser honesto, me encantaría decir que soy un cristiano ejemplo y que todos me deberían imitar. Pero no es cierto. Sigo en el proceso. Hay ejercicios que todavía duelen. Me gustaría tomar la pastilla mágica y librarme de todo. Sin embargo, en ese momento me encuentro con el rostro amable del Fisioterapeuta que me invita a seguir con los ejercicios. Me mira con compasión, no con lástima. Y eso hace la diferencia. Porque la lástima te rebaja; la compasión te inspira. Entonces, me doy cuenta que vale la pena atravesar el dolor para seguir rehabilitándome. Es un buen dolor.
Nadie dijo que iba a ser fácil.
Pero con Él es posible.
©MIguelPulido
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