
05 Sep ORACIONES TORPES
Pasó lentamente al escenario. Mirábamos atentos mientras se acomodaba solemnemente frente al micrófono. Carraspeó un poco. Era una mujer de edad, cabello blanco, rostro arrugado pero elegante, vestida impecablemente, reconocida en la comunidad por ser una persona de oración. Ocurrió hace años, pero recuerdo sus palabras.
“Buenos días, hermanos, hoy estoy delante de ustedes para hacer una confesión…”
Hubo silencio. Honestamente, no me imaginaba que algo así pudiera verse en medio de la iglesia y menos proviniendo de una mujer con tanta experiencia. No me podía hacer una idea de la clase de luchas que enfrentaba.
“Todas las madrugadas me levanto a las 4 a.m. para orar hasta las 7 a.m. Sin embargo, estos días he cedido a mi carne y me he levantado a las 5:30 a.m. Confieso mi pecado”.
Quedé estupefacto. ¡¿Ese era su “gran” pecado: no orar 3 horas sino una y media?! Miré alrededor, esperando que todo el mundo tuviera una reacción similar. Pero estaba equivocado. La gente aplaudió como diciéndole que su terrible deuda estaba condonada.
La sensación fue amarga.
Me sentí miserable.
Después de escuchar semejante “confesión”, mis pecados parecieron más oscuros. Si alguien tenía que pasar adelante a reconocer algo así, ¿cómo recibiría la gente asuntos relacionados con conflictos familiares, adicciones, sexualidad, identidad, luchas silenciosas, inconsistencias profundas o dudas recurrentes? Descubrí que esa sensación de ineptitud estaba arraigada en mi mente por causa del contexto religioso en el que había crecido y las ideas que este transmitía respecto a la oración.
Quizás lo malinterpreté, pero la impresión que me daban quienes se paraban adelante es que eran gigantes espirituales, santos a los que la oración les fluía por interminables horas y tenían una disciplina inquebrantable. Si quería tener un ministerio fructífero, debía estar a ese nivel. De alguna manera, vi una competencia que, si era (y soy) honesto, llevaba perdida desde el primer momento.
No oro con la disciplina ni la extensión de aquella señora.
Con frecuencia, no encuentro palabras.
Oraciones torpes. Si solamente tuviera dos palabras, definiría algunas de mis plegarias más sentidas de esa manera. No soy elocuente, me enredo en pensamientos vagos, soy más indisciplinado de lo que me gustaría aceptar. De hecho, en mis momentos de mayor vulnerabilidad ni siquiera soy capaz de articular palabras. A veces, las oraciones más sinceras son las lágrimas.
Y he aprendido a estar en paz con ello.
Porque la oración no es una competencia para los santos, es una necesidad para los pecadores.
Siempre me llamó la atención el concepto de para sí en Lucas 18:11: “El fariseo puesto en pie, oraba para sí”. Hay oraciones en las que el auditorio es nuestro ego. Obviamente, la competencia tiene sentido en un contexto así, entonces tienes que estar a la altura de las demandas para ser aceptado.
Pero la oración bíblica no se trata de cuánto somos vistos sino de cuánto vemos a nuestro Señor. Nuestra pasión es él, no nosotros mismos. Cualquier exigencia, cualquier petición, cualquier demanda pierde valor ante el brillo de su gloria. ¿Quién puede enorgullecerse de contemplar al Eterno, al Todopoderoso, al Creador? La oración nos lleva irremediablemente a la humildad.
Si orar mucho te hace sentir orgulloso, no oraste lo suficiente.
Nunca se trató de quién tenía más piedad por mostrar. La oración no es un mecanismo para alimentar el ego religioso que desea seguirse justificando por sus propias obras. Nos encanta pretender tener el control. Nos quiebra el orgullo que el Dios de gracia nos ofrezca una relación. Sin peros. Sin recriminaciones. Sin condiciones.
Así de simple y de hermoso.
No porque lo ganamos, sino porque él quiso.
©MiguelPulido
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