
26 Ago EL SÍNDROME DE JONÁS
Resumiéndola al extremo, la historia va así: Dios llama al profeta Jonás para que vaya a predicar a Nínive; él se niega, toma un barco y huye hacia Tarsis; una fuerte tormenta culmina con Jonás lanzado al mar; un gran pez lo traga; Jonás ora y pide misericordia; el pez lo escupe; decide ir a Nínive; les predica; los ninivitas se arrepienten; Dios los perdona; y Jonás, que esperaba ver fuego cayendo del cielo, termina frustrado, irritado y decepcionado.
¿Por qué estaba tan molesto?
¿Acaso la meta de la predicación no era el arrepentimiento?
Si su corto sermón fue tan efectivo, ¿por qué la rabia?
Esta es la explicación que sale de sus labios:
Por eso me anticipé a huir a Tarsis, pues bien sabía que tú eres un Dios bondadoso y compasivo, lento para la ira y lleno de amor, que cambias de parecer y no destruyes.
(Jonás 4:2)
Así como lees, la indignación de Jonás provenía de la bondad, la compasión y el amor divino. ¡No quería que Dios perdonara a los ninivitas! La gracia extendida se convierte en motivo de reclamo, no de gozo.
Ahora, tratemos de ponernos en los zapatos de Jonás. Es fácil juzgarlo por su falta de compasión y la dureza de corazón, creyendo que nosotros sí amplificaríamos la gracia sin ninguna restricción y que, en lugar de estar peleando con el Todopoderoso, celebraríamos abrazados con aquellos que han degustado una nueva oportunidad.
Nínive era la capital del Imperio Asirio. Este era un pueblo particularmente violento en sus campañas militares. Rodearon a ciudades durante tanto tiempo que los habitantes tuvieron que comer la carne de quienes morían para tratar de subsistir. Proliferaron el empalamiento como una práctica ejecutada sobre los pueblos subyugados. Violaban mujeres. Asesinaban niños. Usurpaban las riquezas de las comunidades.
Macabro, ¿verdad?
Imagínate lo que puede significar no sólo leerlo sino verlo y vivirlo.
Porque a ti también te han hecho daño. Quizás no has sido testigo de masacres como las descritas o quizás sí, pero sabes de primera mano la capacidad infinita que tenemos los seres humanos de hacerle daño a otros. Somos particularmente creativos para la maldad. A todos nos han herido en mayor o menor medida. Ninguno va a pasar por esta vida sin recibir una herida perpetuada por otros.
Cuando escuchas la invitación a perdonar, ¿es fácil? Por supuesto que no. Una cosa es hablar sobre el perdón, otra muy distinta es perdonar. El perdón es una idea hermosa… hasta que la practicamos. Todos tenemos el rostro de alguien al que nos cuesta extenderle misericordia. Suponemos que mirar a otro lado (“no me hablemos de eso”, “no me nombre a ese señor”) hace algún bien, cuando lo único que logra es revelar la amargura que hay en nuestro corazón.
Sólo aquel que ha perdonado sabe lo difícil que puede ser. Nosotros queremos venganza (que solemos confundir con “justicia”), que el que nos ha hecho daño pague con creces, que sufra en carne propia un poco de lo causado, que su experiencia por este mundo sea algo miserable.
El síndrome de Jonás.
Nos gusta ser perdonados; nos cuesta perdonar.
Porque enfrentar la renuncia que implica el perdón puede ser más agónico que la satisfacción momentánea que ofrece la venganza. Si queremos conocer el corazón de Dios, la gracia es la mejor vía. Y hasta que nos damos cuenta que ella es más compleja de lo que pudiéramos suponer, que nos cuesta mares darla a otros, comprendemos el infinito dolor y también el inimaginable poder que se esconde detrás de esa oración de Jesús:
“Perdónanos como perdonamos a los que nos ofenden”.
©MiguelPulido
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